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UN PAÍS HARTO ELIGIÓ OTRA COSA​

JOAQUÍN MORALES SOLÁ

UN PAÍS HARTO ELIGIÓ OTRA COSA

Cayó vencido por su propia artimaña. Sergio Massa fue sepultado ayer (19 de noviembre de 2023) por una avalancha de votos a favor de Javier Milei, el candidato que él ayudó a crecer para dividir a la oposición y arruinarle la vida a Juntos por el Cambio. La sociedad argentina debió entrever esa treta, porque ayer decidió abandonar el territorio conocido, ciertamente devastado, para adentrarse en un tiempo político novedoso, cargado de innovaciones. Son esos instantes en que una clara mayoría social prefiere salir de donde está, por la puerta que fuere, porque intuye que cualquier alternativa será mejor que la que le tocó padecer hasta ahora.

La Argentina también se reconcilió ayer con la lógica política, que había desafiado en las elecciones de este año como un enajenado que desconoce la ley de la gravedad. No porque le haya dado el triunfo a Milei, sino -y sobre todo-, porque no premió a un ministro de Economía de una economía desquiciada. Durante la gestión de Massa, la inflación se duplicó, el precio del dólar paralelo se cuadriplicó y la pobreza se abatió sobre un número importante de argentinos, entre tres y cuatro millones de personas más, según cómo se la mida. ¿Podía el jefe de una economía tan destruida ganar la presidencia de la Nación? Si eso hubiera ocurrido, deberíamos estar haciéndonos ahora preguntas más profundas, ya no solo sobre la política, sino también sobre las condiciones de una sociedad muy particular. Pero eso no sucedió.

Es cierto que ningún otro candidato a presidente (ni siquiera los dos Kirchner y su proverbial desparpajo político) había usado con tanto descaro los recursos del Estado en beneficio propio como lo hizo Massa. Las últimas semanas del ministro fueron una oscilación permanente entre el supuesto estadista consensual y abierto, como quería ser reconocido, y el candidato que gasto más de 2 puntos del PBI -una cifra monumental- en provecho de sus intereses personales, que es lo que realmente fue. Ni siquiera se privó de cerrar su campaña electoral en un colegio público que está, además, bajo la jurisdicción de la Universidad de Buenos Aires, como es el secundario Carlos Pellegrini. Las universidades son por definición un mosaico diverso de ideas y, más que nada, ajenas a la interferencia de los gobernantes políticos.

Nada detuvo a Masa. Atravesó toda la campaña electoral sin detenerse ni un instante en la audacia ni en la provocación de sus actos como candidato y ministro de Economía. Eso lo llevó hasta la inexplicable cima donde habitó hasta anoche. Suficiente. Milei lo vapuleó con una derrota de más de once puntos porcentuales, que no es habitual en los balotajes, en lo que se gana o se pierde, por lo general, por dos o tres puntos. Las provocaciones de Massa ni siquiera concluyeron cuando tomó nota de que había perdido de mala manera. Dijo cuando aceptó la derrota, antes de que se conociera cualquier dato oficial, que desde el lunes la economía dependerá del presidente electo; es decir, de Milei. Falso. La economía seguirá dependiendo, hasta el 10 de diciembre, del actual ministro de Economía; es decir, de Massa. Milei solo podrá hacer contribuciones verbales a la serenidad de las cosas, pero no tendrá hasta que asuma la jefatura del Estado ningún recurso fáctico para aplicar sus políticas, buenas o malas.

Fue tal la magnitud de la derrota que Massa ni siquiera podrá echar mano a su plan B, que consistía en encabezar la renovación del peronismo. Un peronista que perdió de esa manera ante un político aficionado difícilmente podrá consumar el crimen político de Cristina Kirchner, de su hijo Máximo y de La Cámpora. No obstante, los allegados a Massa sostenían anoche, entre anonadados y desafiantes, que su líder proyectaba colocarse al frente de la renovación peronista y que para eso cuenta con el beneplácito de los gobernadores de su partido. ¿Cuenta o contaba? Massa debió describir ante los mandatarios un resultado probable muy cercano a Milei, aún con el triunfo de este, y por eso los complicó en su conspiración contra los Kirchner. Pero lo de anoche fue un desastre electoral sin paliativos; un resultado parecido se vivió solo en 2011 con la reelección de Cristina Kirchner, pero en beneficio de ella, no en contra. Una cosa es que Massa haya quedado debilitado para enfrentar a Cristina; otra cosa es que ella haya recobrado fuerza. Eso no es cierto. Ella está más débil que nunca, expuesta a la ambición de un peronista eficiente dispuesto a desbancarla del liderazgo partidario. Acaba de hacer lo que hizo siempre: pretende refugiarse detrás de la sotana de papa Francisco. Otra vez quedó claro que los políticos argentinos no piensan en el pontífice, sino en la conveniencia supuesta de ellos mismos.

Si la señora de Kirchner no puede presentarse a una elección por la homérica mala imagen que la acompaña, ¿por qué somete al Papa a ese contagio innecesario? Porque le conviene. No hay otra explicación. Desde 2015, Cristina intentó varias veces verse con el jefe de la Iglesia católica, sobre todo cuando arreciaban las investigaciones judiciales sobre ella. El Papa evitó siempre ese encuentro, pero ahora se lo está pidiendo quien es todavía la vicepresidenta de su país.

Las sobreactuaciones en el teatro, en la vida o en la política terminan mal. Un analista de opinión pública señalaba el viernes pasado que la campaña del miedo de Massa había pasado todas las barreras existentes de la prudencia. Miedo a quedar sin salud (la salud se está cayendo ahora); miedo a no poder vacunarse (justo ellos que les esquivaron a las vacunas más eficaces contra el Covid); miedo a perder los subsidios para el consumo de energía eléctrica y gas (Massa aumentó considerablemente esas tarifas), y miedo hasta de quedarse sin transporte. Todos esos miedos fueron instalados y machacados con insistencia ante argentinos que ya surfean una tragedia, y que no estaban dispuestos a tenerle más miedo al porvenir que a la realidad dura, visible y tangible que viven. Massa ya se había pasado de pícaro cuando en el último debate, una semana antes del balotaje, jugó con Milei como un viejo político, baqueano de todos los artificios, frente a un inexperto que casi no se pudo defender. Los profesionales de la política dijeron que Massa había ganado el debate, pero la gente común se solidarizó con la víctima, con ese Milei arrinconado por un profesional de las zancadillas.

Milei es un interrogante sin respuestas. Su única oferta consistió en que él significa el cambio, y su carta de presentación dice que es un hombre sin pasado en una política que clamaba por algo nuevo. No necesitó nada más ante una sociedad que se cansó (se hartó, más bien) de buscar entre las alternativas de la política clásica. El final de anoche boceta el país de la sociedad enojada, fatigada y decepcionada que venían describiendo los analistas de opinión pública más serios. Las tres encuestadoras más prestigiosas del país (por estricto orden alfabético: Aresco, dirigida por Federico Aurelio; Isonomía, bajo la conducción de Juan Germano y Pablo Knopoff, y Poliarquía, conducida por Eduardo Fidanza y Alejandro Catterberg) habían anticipado el viernes un triunfo de Milei por una diferencia cercana al siete u ocho por ciento con respecto de Massa. El desastre oficialista fue peor: Milei superó en 11,39 puntos porcentuales a Massa.

Sabemos muy poco de Milei. Él conoce de economía (sobre todo de macroeconomía), pero es evidente que le falta experiencia política, carencia que fue precisamente lo que valoró la sociedad. En adelante podrá inclinarse hacía una política dialoguista e institucional como la que propone su principal asesor político, Guillermo Francos, tal vez su ministro del Interior, y su eventual canciller, la reconocida economista Diana Mondino, o dar rienda suelta a su carácter aparentemente volcánico. Pero, ¿es cierto ese carácter o fue parte de su mejor estrategia electoral? ¿Acaso, pudo ser durante quince años jefe del equipo de economistas de uno de los hombres más ricos del país, Eduardo Eurnekian, quien se deja llevar fácilmente por los humores del momento? Difícil, si no imposible. Por algo, eligió a Francos y a Mondino (para poner solo dos ejemplos) y no a cascarrabias como él aparentaba ser. De todos modos, asumirá también el presidente parlamentariamente más frágil desde la restauración democrática. Nunca desde 1983 hubo un presidente con solo 39 diputados y ocho senadores, menos del 20 por ciento de la Cámara de Diputados y poco más del 10 por ciento del Senado. Demasiado poco.

Las negociaciones y los acuerdos serán obligatorios y permanentes. Además, sus propuestas más controversiales necesitan de la aprobación del Congreso. Otras, como la aniquilación del Banco Central o la dolarización, requerirán de una reforma de la Constitución, que estipula que habrá un “banco estatal” que se encargará de “emitir moneda y de fijar su valor”. Queda claro que ambas cosas, el Banco Central y la moneda nacional, están en la Constitución. Una reforma de la Constitución necesita que los dos tercios de cada cámara del Congreso disponga la necesidad de abrir la ley de leyes. Solo dos líderes con el peso político y parlamentario de Raúl Alfonsín y Carlos Menem pudieron en los tiempos modernos cambiar algunas cosas de la Constitución, no su preámbulo ni su declaración de derechos y garantías.

Mauricio Macri y Patricia Bullrich pudieron anoche mirarse al espejo y decir que ellos habían percibido mejor que otros el estado de ánimo de la sociedad. De hecho, según casi la unanimidad de los encuestadores, Milei comenzó una irrefrenable curva ascendente en la intención de votos cuando recibió el apoyo de Macri; sectores sociales importantes dedujeron que el expresidente podría resolver la inexperiencia del candidato libertario. Quizás Macri lo sabía o lo intuyó porque en sus últimas apariciones públicas subrayó que su apoyo a Milei estaba condicionado a la racionalidad de las políticas y las propuestas de este. Pero lo supo el propio Milei, que anoche agradeció especialmente el apoyo de Macri y de Bullrich cuando ya se conocía la dimensión de su victoria. El candidato libertario pudo arrastrar hacia él todos los votos que cosechó la excandidata presidencial en la primera vuelta, y también algunos votos que fueron de Juan Schiaretti. Milei y Macri hablan más de lo que se sabe; el líder libertario lo llama “presi” en la intimidad al exjefe del Estado.

Debe reconocerse, no obstante, que Juntos por el Cambio no será como fue. Anoche mismo, Elisa Carrió anunció su alejamiento de esa coalición cuando la consideró “rota” y adelantó que su partido “recobraba su plena autonomía”. En palabras simples: ella y la Coalición Cívica ya no están en Juntos por el Cambio.

El radicalismo se expresó de maneras muy distintas. El gobernador electo de Mendoza, Alfredo Cornejo, un candidato para reemplazar a Gerardo Morales en diciembre en la presidencia del radicalismo, saludó con párrafos cordiales el triunfo de Milei. Otro candidato a liderar el radicalismo, el gobernador de Corrientes, Gustavo Valdés, informó temprano que en su provincia había ganado Milei. Gerardo Morales, Martín Lousteau y Emiliano Yacobitti, que expresan a la franja más cercana a Massa entre los radicales, guardaron prudente silencio. Ni siquiera es posible asegurar que Pro, el partido fundado por Macri, seguirá siendo tal como fue. También Macri debió advertir que la coalición que él acompañó a construir ya no sería la misma. El fin de semana pasado, le dedicó un duro tuit a Gerardo Morales, que este le contestó de la peor manera.

El peronismo y Juntos por el Cambio se reconfigurarán de tal manera que, seguramente, dentro de poco nadie los reconocerá. El peronismo se sacudirá de kirchnerismo y es probable que, como sucedió siempre con ese partido, el liderazgo nuevo llegue también con propuestas de cambios en la dirección en que camina el mundo. Sería una buena noticia si la política local empezara a debatir según los paradigmas de las grandes naciones; si dejara de lado definitivamente la triste y caótica excepcionalidad argentina.

 

Este artículo fue publicado originalmente en el diario La Nación, de Argentina, con cuya autorización se reproduce aquí.

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