ALBERTO BARCIELA
LA INTEMPORALIDAD DE LOS GENIOS
La intemporalidad de Borges se circunscribe a su propia opinión sobre el tiempo: ese “problema para nosotros -“hechos de polvo y tiempo”-, un tembloroso y exigente problema, acaso el más vital de la metafísica; la eternidad, un juego o una fatigada esperanza”. Claro, que alcanzó otras conclusiones, si no contradictorias, aparentemente antagónicas, pero solo como envoltorio de un juego intelectual, en el que quizás tuvo como rivales-cómplices a Victoria Ocampo o a Bioy Casares. En todo caso sería un entretenimiento pleno de ensoñaciones, de hallazgos, los mismos que le permitieron alcanzar conclusiones como esta: “Siempre es una palabra que no está permitida a los hombres.”
Tanta era su erudición, la del literato argentino y la de sus amigos, que a veces se permiten semejar tahúres de las palabras, ventajistas del saber, granujillas divertidos de biblioteca, en cierto modo baladrones en la inventiva. Fue la suya una creatividad capaz de trascender hacia los diccionarios, a ellos incorporaron neologismos, etimologías, traducciones o citas de nuevo cuño, también, claro, otras eruditas, contrastadas, descubrimientos sorprendentes, hallazgos del saber. Eran geniales, y supieron instalarse en el trascender durable al forzar la evocación imprescindible de todo erudito posterior.
Los escritores han escudriñado y encontrado todas las posibilidades de quebrar la temporalidad. Han dado con temas con los que hacerlo, ideas que elevar al rango de permanencia, de interés eterno, y lo han logrado con un estilo genuino. De ello son ejemplo, la teología liberadora de Macondo de García Márquez; el desencanto utópico de Octavio Paz, Vargas Llosa o Carlos Fuentes; la introspección autoestimulativa del uruguayo Juan Carlos Onetti; el compromiso “de pana y lana” de Cortázar, el “americanismo parisino”, como le reprochó Óscar Collazos, escritor, periodista, ensayista y crítico colombiano, en una célebre polémica sobre la revolución de la literatura; la oportuna ductilidad de quien supo terminar sus días con dos tumbas: la del artista obrero y la del genio natural y poeta del amor, Pablo Neruda; el humor inteligente y la brevedad de Augusto Monterroso… Sus hallazgos presuponen una taracea hermosísima del pensamiento traducido a palabras, a obras perpetuas, inmortales.
Muchos escritores lograron la perennidad, se santificaron y se elevaron con sus aportaciones genuinas a los anaqueles de las bibliotecas y librerías, verdaderos altares paganos, laicos o crédulos. De allí descienden cada día en las manos de los lectores ávidos de encontrar explicación al misterio de la vida o, que pretenden algo más sencillo, el modo de entretenerse con calidad inexcusable, sin perder el tiempo.
En cierta ocasión, primero en diarios franceses y luego en The New York Times, se publicó la noticia de que Borges había muerto. Eso causó un cierto revuelo. Apenas pudo, su amigo Ulyses Petit de Murat se puso en contacto con él y le expresó mi desagrado por la noticia apócrifa de su muerte. “Apócrifa, no”, me corrigió él; “sólo prematura.” Pese al implacable designio, al autor de El Aleph es inmortal.
Sagaz e irónico, el argentino escribió que “antes las distancias eran mayores porque el espacio se mide por el tiempo”. Con su obra, como con la de los otros autores citados, hay proximidad, la actualidad de un presente confuso contenido ya, previsto en un pasado escrito. La magia de la lectura nos devuelve a los genios, como quien frota una lámpara, y consigue pedir al menos tres deseos, les aseguro que se cumplen cada vez que se abre un libro.
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ALBERTO BARCIELA, periodista español, es vicepresidente de EditoRed.
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