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EL REFLUJO FASCISTA EN EUROPA​

Marine Le Pen, líder de la Agrupación Nacional francesa. / Tomada de Aquí Europa

EL REFLUJO FASCISTA EN EUROPA

Por González Barcos / Aquí Europa, The Diplomat in Spain y Escudo Digital

Hace poco más de un mes Europa conocía la potencial tendencia de su futuro político, véase así, su futuro colectivo, laboral, económico, etc., mientras, con cierta incertidumbre, se preveía la reelección del primer ministro francés. Hoy conocemos el designio de los franceses que quisieron hacer manifiesta su voluntad democrática mediante el voto y las primeras conclusiones son claras: existe un verdadero aumento de las inclinaciones llamadas neofascistas, es decir, aquellas con analogías sistemáticas respecto del fascismo ejercitado desde principios hasta mediados del siglo pasado (el XX). El coqueteo de la ultraderecha con los modelos fascistas no es ya un fenómeno accidental o un ‘momento’ aislado de la narrativa política actual. No es, como vulgarmente se expresa un “aquí te pillo, aquí te mato” que los populistas usan con fines concretos, sino que comienza a convertirse en un idilio peligrosamente estable. Si bien pocos le ven futuro, el seguimiento de los resultados electorales europeos de los últimos años es significativo y sobre todo, la patente mansedumbre de los tradicionales partidos europeos preocupa a todo demócrata. 

UN CAMBIO DEL EJE POLÍTICO EUROPEO: EL ESPEJO EN ASIA 

Para el análisis de las causas no debemos limitarnos al Occidente desarrollado, debemos reconocer que una política similar ha estado ganando terreno en gran parte de lo que podemos denominar la Asia cultural. En las zonas donde se desarrolla el grueso de los conceptos cultural-filosóficos asiáticos, como China, Japón o la India… ha existido una escisión clara entre lo económico y lo eminentemente público –lo político–. Mediante la cual, se ha podido justificar el incremento de elementos capitalistas para liberalizar –y así liberar– las fuerzas productivas de la sociedad, manteniendo sin embargo, un férreo control del poder político. Esto tiene que ver, por supuesto, con la tradición asiática que rechaza el individualismo liberal occidental, tradición que –por cierto¬– sufrió ciertas malformaciones tras el auge colonialista de Europa y la confección de un sistema teórico colectivista social (el marxismo). En una suerte de oposición reactiva a occidente, la China de finales del siglo pasado se compuso como uno de los ejemplos más característicos de esta especie de comunidad liberalizada con dejes fascistas y autoritarios. 

El caso pues, no es la permuta del comunismo al ‘liberalismo fascistoide’ que sucede al otro lado del mundo, sino las analogías que pudieran tener los ciclos de ese prosístico político en la Europa liberal que comienza a calzarse hoy los zapatos de la ultraderecha. Y es que ya es identificable una traslación de la grieta política que solía dividir la izquierda y la derecha. El debate social ha dejado prácticamente de lado a la izquierda o bien, puede haberla diluido o bien puede haberla subsumido en la derecha tradicional. Esa derecha tradicional que guarece a los demócratas cristianos, el conservadurismo tradicionalista y el conservadurismo liberal es la que lucha hoy –con algo de apatía, como ya se ha dicho– contra la ultraderecha de síntomas fascistas y de rasgos asiáticos. No son estos, empero, rasgos por influencia, sino rasgos inmanentes a cualquier forma de soberanía imperativa, que pretenda mantener un capital liberalizado. Esa es la importancia de Asía en nuestro mapa conceptual; no por sí misma la autoridad de influjo, sino la identidad modélica que, en este caso, ha dado a Europa la sensación de que una nueva forma de fascismo es posible. Una forma atractiva y en muchos de sus ángulos quizás menos oscura que la que conocemos, mas, con certeza, igual de represiva. 

LA RUTA DE ANÁLISIS CAUSAL

Hablamos en este caso de una reacción, de la reacción de una porción de la sociedad hacia un grupo político y no en sentido estricto de una dialéctica, de una verdadera lidia argumental entre dos ideologías. La ultraderecha no es sino una reacción formal –con morfemas más o menos parecidos a los de la derecha– que se conforma desde el momento en que la derecha ha fracasado y la izquierda ha desfasado o bien, simplemente, ha dejado de proponer desde un punto de vista conceptual; se ha diluido. Es al fin y al cabo, una izquierda no más que difuminada en sufijos que van adhiriéndose a esos principios político-económicos sólidos que defiende una derecha cada vez más insolvente. La izquierda va formulando vagos llamamientos que buscan las aristas más bizarras de la defensa de los derechos humanos o bien rememora los vestigios obsoletos de la lucha de clases. Cuando realmente, la lucha primordial que la caracterizaba –la lucha democrática– ya está comprendida por la derecha. En ese marco, la ultraderecha no es en sí misma, siquiera, ameritada de su propio nombre, pues no constituye como tal una suerte de meta-derecha teórica; simplemente mantiene relaciones de apariencia en algunos de sus valores como el tradicionalismo conservador. Pero su éxito radica en que se la comprende como algo ulterior –en el sentido en que ulterior es algo próximo, positivo y de sucesión evolutiva– a la derecha. 

Sea como fuere, el valor propositivo de la ultraderecha es nulo y es, como todas las reacciones, una mera negación. Se dedica sistemáticamente a negar o rechazar los valores y las proposiciones políticas –llámense también colectivas–. Es la sospecha taxonómica del error, una refutación elusiva e ilusoria que se mantiene sobre unas bases metodológicas de origen fascista y que reconoce, si acaso de soslayo, algunos de los valores tradicionalistas de la derecha. 

NEOFASCISMO, NO FASCISMO

No fue en vano mentar al inicio el caso asiático, pues, paradójicamente aquello que brotó del repudio hacía Europa puede suceder aquí también. Esa ‘nueva forma posible’ es: el neofascismo. Forma que guarda similitudes metodológicas con el fascismo tradicional oriundo de Italia y de la Alemania nazi(onal socialista), pero que se extiende sobre el nuevo mundo global –capitalista–. Forma autoritaria de soberanía, perita de las libertades básicas individuales o casi ahuyentadora de las mismas, pero que comprende una relación liberalizada del capital y una noción individualista del mercado laboral y pecuniario. Esta última es la característica novedosa, el reconocimiento de un capitalismo completo dentro de la circunscripción de la intolerancia, las restricciones, el colectivismo nacionalista, etc.. En el caso del asiático este se distingue por el sentido de filiación. Mientras aquel reivindica el sentido de colectividad de manera autónoma, por la mera noción cultural de la defensa de ‘lo uno’ sobre ‘el dígito’, este requiere de mecanismos, símbolos e identidades para llevar a cabo un plan autoritario que comprenda al individuo como menor al colectivo. Lo que, además, lleva a sus integrantes a ser incluso más idólatras con los soberanos, siempre artífices principales de esos mecanismos populistas. 

De tal suerte, es natural tener cierto miedo tras las últimas elecciones. El modelo Chino ya ha demostrado a Europa que su sustancia liberal no esta exenta del despotismo político. Más aún al ver que su raíz cultural –de libertad e individuación– puede ser erradicada por los mecanismos populistas que cada día funcionan mejor entre la crispación, el bullicio étnico y las crisis de reiteración periódica.

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Este artículo se publicó originalmente en Aquí Europa, The Diplomat in Spain y Escudo Digital

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