ALBERTO BARCIELA
JAPÓN
Ya ha pasado el tiempo suficiente para confirmar que Japón es uno de mis destinos favoritos, por eso volvería en cualquier momento. El país sin alma, no inmortal, entiéndase, es un decorado perfecto en algunos instantes, en ciertos lugares, en su propio caos urbanístico o en la armonía de sus aldeas de pescadores y de sus templos, en su sociedad incomprensible para un occidental, en sus ritos, en sus catástrofes disimuladas como terremotos, erupciones y tsunami, es profundamente espiritual, sincretista, sintoísta, budista, politeísta, y deja espacio al confucianismo, al taoísmo o al cristianismo, lo hace al pie de ese venerable dios tangible, imponente en la distancia, volcán basurero en la proximidad, el sagrado e inspirador Monte Fuji.
Un caos no puede someterse más que a la quimérica decisión de muchos, dioses o seres o, incluso, humanos en apariencia racionales. Se esconde tras un biombo, o una capa de maquillaje de arroz, o un tejado tan fotogénico como un cerezo entre nieblas, o un jardín convertido a la filosofía zen -la salvación meditada-, de arena surcada, o las más hermoso de los kimonos bordados, o en las sutilezas de la ceremonia del té. Pero el disfraz oculta al dragón y su fiereza. Lo necesario para el ser racional – el agua, el alimento, el clima, etc.-se convierten en dios, quizás por eso, en japonés religión o “Shukyo” se escribe con caracteres que significan esencial y enseñanza para los seres humanos y nada hay más terno que un instante perdurable en belleza, un haiku o haikai, una composición poética de tres versos de cinco, siete y cinco sílabas respectivamente.
De mi experiencia nipona hace mucho, tanto como de mis percepciones frías de un país lejano en la memoria, incluso más que en los mapas, y que por una experiencia concreta recuerdo como exageradamente sexista, incluso machista visto por un latino, en una sociedad muchas veces matriarcal; vanguardista incluso para el futuro previsible por un residente en la Vieja Europa, ceremonioso sin emotividad, y cuyo ritmo semeja a su música de fondo, rutinaria para el no entrenado, disfrutable sin atención, que se percibe como sintonía pero también con un cierto desconcierto. Lo contradictorio define. Lo feudal es cultura.
El archipiélago-país, compuesto por 14.125 islas, como una adición imperfecta unida por metafóricos netsuke de agua, mares pacíficos en ironía cierta, como restaurado en sus aparentes desportilladas geografías con la delicadeza del Kintsugi -arte de reparar con resina espolvoreada con oro las fracturas de piezas de cerámica-. Es un mundo sutil, delicado como forjado en madera y papel, silencioso en sus deslizamientos, con sus puertas corredizas, hacia realidades mágicas, apariencias místicas, vicios inconclusos de gheisa o de monjes rudos en su apariencia, y todo parece acorde a una sabiduría pactada durante milenios para no estorbar a su dios emperador, ocupante del Trono de Crisantemo, la presencia inmóvil preservada tras muros de elevada grandeza palaciega, pétreos, formidables, protegidos tras fosos insondables que semejan contener un mar sin horizonte en el que navegar los patriotas iracundos dispuestos a inmolarse por los habitantes celestiales del recinto, también lo harán por inescrutables razones o sinrazones de honor.
La Tierra del Sol Naciente es impenetrable, indescifrable, inescrutable, inextricable, misteriosa, incomprensible, inexplicable, incognoscible. Cada uno ha de percibirlo en sus matices, condicionado por las circunstancias de las vivencias sobre el terreno. En cada imaginario particular irá tomando forma un país que, por arte de los prodigios, identificaremos como el mismo, y cuya figura percibida podremos volver a desdoblar, como fruto del origami, para distanciar e identificar nuevas apreciaciones desenvueltas. El misterio se confirma y uno descubrirá que las sombras, enigma supremo de la luz, forman parte de la cultura, tanto como lo tangible natural o construido, y todo se somete a una naturaleza moldeadora, caprichosa, estacional, brutal a veces, dulces otras, innecesitada de ornatos. El que vive en penumbra es porque no comprende, el japonés siempre vislumbra el más allá, intuye, revive a y en sus ancestros. Y todo lo expresa en sus artes tradicionales, que además de literatura, pinturas, músicas, grabados, arquitecturas, teatros -el noh, el kyogen, el kabuki y el bunraku-, mangas, incluyen artesanías como cerámica, textiles, lacados, espadas y muñecos; actuaciones de bunraku, kabuki, noh, danza y rakugo; y otras prácticas, la ceremonia del té, ikebana, artes marciales, caligrafía, la ya citada pairoflexia, onsen, geisha y juegos tradicionales. Lo pequeño sublima a lo grande y todo se hace enorme y valioso, del pequeño puerto pesquero las grandes conurbaciones. Un concepto japonés llamado shokunin describe a un artesano que busca la perfección durante toda su vida haciendo una y otra vez lo mismo. Puede ser alguien que fabrique tatamis, tazas o que elabore algún plato en la cocina, intentando perfilar día a día sus ingredientes en busca de un sabor insuperable.
Más de 2.300 años de cortesía, de atenciones, respeto y afecto sobre cómodos tatami, permiten comprender a un pueblo aislado por el mar, pero cuyas orillas alcanzaron los mundos abarcables. Consienten de igual manera discernir los motivos de su cultura guerrera, noble y elitista, samurai, o sencilla y popular, bushi, o extrema, kamikaz; de sus artes marciales, de su estar a la defensiva, su proteccionismo, sus ambiciones, sus necesidades, sus conquistas, sus alianzas y sus históricos enfrentamientos, sus padecimientos atómicos, todo como un suicidio ritual, harakiri, sostenido en el tiempo por el anhelo de honor, una muerte así es es un pensamiento o una orden ejercida, la acción hecha gesto y muerte, símbolo y puede que poesía. Y en esas dualidades han encontrado los japoneses la filosofía de lo propio, de lo genuino.
Uno no puede alcanzar tanto en unos días, en la percepción de las apariencias, en la traducción de un texto legendario, en lo fugaz transitorio y lejano. La aparente superficialidad espontánea de una fotografía de un jardín abarca un instante detenido en milenios, no más. En ella siquiera están los aromas, las estaciones o los insectos. Todo permanece como una liviana capa de maque en la memoria difusa.
El antiguo Cipango como su poesía, es un fractal hermoso, entroncado en una historia imperecedera que se ramifica hasta el instante efímero para hacerlo eterno, es la luz armónica, lo complejo que aparenta sencillez, la calma y la brutalidad del clima, la flexibilidad del junco y la robustez del bambú -en Japón hay más de 400 clases de cañas-, la frágil camelia flor y el árbol centenario, el elaborado jardín y la espontaneidad de los bosques en paisajes nemorosos, el estanque ondulado, acicalado con nenúfares y lirios de agua, entre la niebla y la claridad del cielo azulado en campos de té sobre los que cae una persistente lluvia fina.
Un haiku puede contener toda la sal del mar, y diluirla en gracia. Todo Japón es un templo, una oración a los propios dioses, genios o espíritus creados, los kami, donde la naturaleza vive tranquila en armonía con los seres humanos y todos comparten sus bellezas con delicadeza y generosidad, en un entendimiento mutuo tácito, en el que se braza la fugacidad y se serena la muerte, se toman los errores como la oportunidad para corregirlos y mejorar, y los poderes místicos residen en las palabras y en los nombres.
Un reflejo en un lago, el del Pabellón de Oro, me espera para confirmar mis preferencias viajeras. De ese gran país me interesan su ecos, sus sombras, sus ondas, sus surcos, su cultura, su música, su gastronomía, sus bebidas y, muy en lo esencial, sus personas… nada de ello confirmado por mí en la hermosa breve plenitud transitada hace ya muchos años, ya han florecido demasiadas veces los almendros y los cerezos.
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ALBERTO BARCIELA, periodista español, es vicepresidente de EditoRed
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