ALBERTO BARCIELA
EL REFLEJO DE LA VENUS DEL ESPEJO
A Gabriele Finaldi, director de la National Gallery
Serenamente provocativa, sensual y hermosa, la Venus del Espejo es algo más que un mito trasladado por la magia de Velázquez, imbuido de su propia historia trashumante como obra de arte, mil veces movida por las manos de los sirvientes de propietarios inquietos, ambiciosos, poderosos siempre, enmarcados en gulas casi inconfesables, en egolatrías compulsivas enmarcadas en palacios de dudosos gustos rococós pero repletos de esplendideces puntuales, impulsados en horas de relojes para vidas sin tiempo, perdidos en laberínticas habitaciones secretas, entre pomposos lujos y bochornosas lujurias, excesivas suntuosidades y comodidades impropias de vidas racionales, que deberían ser ejemplares y que fueron pasto de sus propias llamas, de sus apetitos carnales, de sus pecados confesados a eclesiásticos cómplices, en una suerte de trasgresión de los valores, todo en épocas de rancias costumbres, conquistas abusivas, privilegios, esclavitudes y maltratos disimulados o no, despropósitos todos reiterados, imitados, prolongados e injustificables. Claro que hubo excepciones, e incluso Santos.
Bajo los balcones, aguardando los panes o los pasteles sustitutos -al parecer propuestos por María Antonieta-, resistía la plebe, hambrienta de alimentos pero también de privilegios, esperando el milagro de la reconversión, del acceso ocasional a lo vip, aunque fuera por la puerta de servicio. El ansia humana del buen vivir hasta la guillotine. Y así en Versalles, ante la casa de la aristocracia española, bajo las ventanas de los palacios de Godoy -repleta de majas vestidas o en deshabillé-, o en la corte Austro Húngara -más seria con María Teresa que con Sissi, emperatriz de película-. Boato actual para el Hola, remedo para el Sálvame de los correveidiles, ya lo fue para los mentideros madrileños del Siglo de Oro y, en tiempos más recientes, lo es incluso para los Telediarios post Corazón. Los Marichalar cuesta abajo en patinete. Realistas, atentos y serios Felipe VI y Leticia. Oportunas, formadas y vanguardistas Leonor -debería escribirse con hache intercalada- y Sofía.
El pueblo compraba El Caso, cabecera sangre rojo carmesí como alternativa a lo azul descafeinado de las camisas y de las descendientes venas de noblezas obtusas, sustituidas ya en la lista Forbes por los Ortega y apuntadas en la de deudores de Hacienda y en las libretas de Serrano esquina Goya. El cambio empezó en la Revolución francesa, prosiguió en el 68 en París, y en el 78, otros dicen que en el 82, en España, y así continuará, amnistiando a la rancia nueva aristocracia política del 3%, a voluntad de las necesidades ideológicas, no necesariamente escatológicas, divididos en bandos en el Congreso, asociados en los despachos de influencias, refugiados tras las puertas giratorias, en bandadas en las cacerías. Todo semeja descomponerse.
Las revoluciones han perdido el calor de la verdad popular, se han adscrito a ideologías decrépitas, enredadadas en convocatorias anónimas, olvidadas de románticas barricadas espontáneas, claveles y adoquines. Ahora se arrojan pura basura en forma de mensajes móviles, variables, inconsistentes, devaluados al minuto siguiente de ser emitidos por el ingenio mayor de cualquier anónimo creador de bagatelas. Nada dura más allá del propio instante de la creatividad, nada comparable a siglos de vigencia, de resistencia moral y ética, de los clásicos o de los iconos artísticos, ejemplo de la civilización culta provocada por siglos e incluso milenios de educación y evolución pausada, reflexiva, al aire libre, en el Pireo, o en esos espacios únicos, impagables, llamados gabinetes de curiosidades, academias, colegios, universidades, museos…
No son suficientes unos martillazos para acabar con la Venus del Espejo. Sí han bastado unos segundos para conocer los reflejos de un mundo que sufre de policrisis, que secuestra y mata a inocentes, que permite mafias y narcotráficos, que fomenta la guerra, que no prohíbe las armas, que asiste a matanzas en colegios, que sufre el terrorismo o el fanatismo religioso. No nos podemos cegar por tantos deslumbres de inhumanidad, ante tanta escena dantesca, podemos respetar las discrepancias y las manifestaciones legales, las huelgas, faltaría más, pero debemos preservar imágenes tan bellas y en apariencia tan sencillas como la de una dama capaz de admirarse ante su reflejo, quizás el darnos la espalda más que una provocación sea una premonición y una protesta. Eso intuimos.
Alberto Barciela, periodista español, es vicepresidente de EditoRed
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