ALBERTO BARCIELA
EL TIEMPO DE LA LLUVIA
Llueve. El agua acaricia la tierra como una bendición, propiciando un ciclo natural que hace posible la vida. Sitibundos de buenas noticias, necesitados de regular ansiedades, secos de clima, áridos de carácter, muchos incluso desérticos de compañía, nos abrazamos a la precipitación, aguacero, chaparrón, chubasco, tromba, diluvio, calabobos, pluvia, llovida, sirimiri, orvallo, en sus mil nombres y abundancias, como a una esperanza. Es bueno sí, que las nubes se desprendan de sus gotas apresadas, que cumplan con el ciclo estacional, que nos regalen manantiales, fuentes, ríos caudalosos, embalses llenos y ese tono verde en nuestros bosques y prados. Y si es posible, ¡que nieve!, para propiciar con el refrán, año de bienes y hermosos paisajes.
La lluvia ha de alegrarnos pues. Como dice la escritora Karen Blixen, refiriéndose a África:
“Cuando la tierra respondía como una caja de resonancia, con un ruido fértil y profundo, y el mundo cantaba en torno a ti, en todas las dimensiones, por encima y por debajo, ésa era la lluvia. Era como volver al mar cuando has estado mucho tiempo lejos de él, como el abrazo de un amante”.
La lluvia es germen de vida, de riqueza, de nombres, de literatura, de oficios, de preservación natural, de higiene… Es magia pura.
En La Habana colonial eran famosos los paragüeros gallegos. En un principio, la gente llamó al paraguas “amparo de la lluvia”.
La lluvia incita al recogimiento, a la lectura relajada frente a la chimenea o la calefacción.
Ahí es donde uno mejor se reencuentra con Gabriel García Márquez, cuando en un jueves de lluvias, nos relata prodigios increíbles, como el atribuido a F.W. Up de Graff, un explorador holandés que recorrió el alto Amazonas a principios de siglo, que “dice que encontró un arroyo de agua hirviendo donde se hacían huevos duros en cinco minutos, y que había pasado por una región donde no se podía hablar en voz alta porque se desataban aguaceros torrenciales”. La realidad mágica se instala en los escritos, en la conversación amena, con amigos como Alfredo Conde, con quien charlo sobre Juan de la Coba, un personaje nacido en Ourense en 1829, que inventó el «pirandárgallo», un paraguas gigante que se instalaría en el Polo Norte para evitar que lloviese en el planeta cuando no se precisase
Especial ilusión me hace encontrarme con una anécdota, santiaguesa, narrada por el maestro José Luis Alvite: “Casi todos teníamos goteras en casa, incluso el cardenal Quiroga Palacios, de quien se decía -o eso me parecía a mí- que en sus movimientos por palacio iba acompañado en todo momento por un camarlengo al que monseñor podría perdonarle cualquier torpeza protocolaria con tal de que en su procesión por los penumbrosos y desérticos salones de Xelmírez no olvidase llevar en sus manos la palangana para recoger, como el tiempo en un reloj, el tic tac las goteras”.
En el tiempo que me otorga la lluvia, regreso al continente africano, con Karen Blixen. Releo: “cuando se hubieron acostumbrado a la idea de la poesía, me pedían: Habla otra vez. Habla como lluvia. Por qué sentían que el verso era como la lluvia es algo que no sé. Quizá sea una expresión de aplauso, porque en África la lluvia siempre es deseada y bienvenida”. Llueve en Bertamiráns. Cada segundo se vuelve palabra, melancolía, nostalgia, pero también perspectiva. Ese es el horizonte de la magia que permite convertir un momento en eternidad.
Alberto Barciela, periodista español, es vicepresidente de EditoRed
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