ALBERTO BARCIELA
LA CERTEZA DE LAS PALABRAS INCIERTAS
Septiembre 2024
No hay palabras inciertas, puede que su origen lo sea pero todas, sin excepción, gozan de una trayectoria en la que se les han ido agregando significados. Unos han caído en desuso, otros han pervivido, en otros casos, quizás los menos, se han corregido a sí mismas, como las pronunciaciones.
El uso ha hecho de las palabras lo que son en los diccionarios: estáticas, explícitas, más o menos bellas de acuerdo con sus dicciones. Para disfrutarlas en su plenitud hay que elevarlas en voz con sus acentos atildados, incluso en los no explícitos, silabearlas con nitidez, afán comprensible y algo de atención.
Las palabras son sinceras, expresivas, por eso alegran, hieren, matan, persiguen, aman, establecen alianzas, amistades y también todo lo contrario, consiguen volar como flechas de Cupido o de Samurái, se elevan en canto, se precipitan en drama. Las hay que son como frases hechas; otras, necesitan explicarse. Animadas en una frase alcanzan a expresar grandes verdades o mentiras eternas, alentar y engañar, te hacen su prisionero, te enjaulan. Adobadas con otras significaciones, entonadas en cierta manera, consiguen resultar subjetivas, dudosas, inseguras, ambiguas o el gorjeo más hermoso que imaginarse pueda.
Las palabras son expresión dicharachera o silenciosa, libertad escogida, proclamada, fingida, aislada, compartida. Alcanzan la crítica o el halago, la enmienda, la conversación o, en ausencia, ofrecen la clausura introspectiva.
Sin la palabra no existirían el habla, la oratoria, pueda que la ni la sociedad misma o la familia, tampoco los idiomas, las jergas y las jerigonzas, ni los libros, ni la literatura, ni la poesía, quizás tampoco la educación, la cultura o la tradición. Sin ellas ni los augurios o las religiones serían posibles, al menos tal y como los conocemos; ni internet salvo en imágenes e instrumental. Con seguridad puede aseverarse que el mundo sería casi ininteligible.
Sí, es cierto, con su exclusión, desaparecería el chismorreo, la parlería, los rumores, los retruécanos, la dicacidad, pero en el otro lado de la balanza, no conoceríamos buena parte del humor, lo macarrónico o la ironía, los trabalenguas, logros elevados, juegos divertidos. En ese caso habría que excluir de nuestras conquistas muchas ciencias, todas las impropiedades, buena parte de las ilusiones. Evolucionarían los gestos, aun desprovistos; lo inefable; con probabilidad tendríamos sí un cierto orden, pero no protocolario, sin cortesía alguna; y una libertad distinta, sin leyes.
Las palabras son la vida, la civilización tal y como la conocemos. La base firme de la razón, del pensamiento, de las inquietudes, las que permiten la construcción de una filosofía que si bien no alcanza todas las explicaciones las consuela, nos autoriza a debatirlas, enriquece los planteamientos, los desestima o aceptar como bagaje necesario para crear momentos de cierta felicidad, máxima aspiración racional. La palabra es la mayor intuición del ser humano, su gran alcance.
Pero siquiera la palabra es eterna. La muerte es muda, es la censura definitiva, el silencio inapelable. Muerte es una palabra real, inapelable, explicable pero incomprensible. Muerte es un término cuyo significado nos limita de alcanzar el esclarecimiento de cuanto significa la trascendencia. La palabra es lo que nos salva.
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ALBERTO BARCIELA, periodista español, es vicepresidente de EditoRed.
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