JOSÉ ANTONIO GURPEGUI
LA PRESIDENCIA NORTEAMERICANA PUEDE JUGARSE EN LA FRANJA DE GAZA
Poco antes de escribir estas líneas he participado en un encuentro organizado por la Fundación Consejo España-Estados Unidos con uno de los responsables del think tank norteamericano Atlantic Council. Aunque el contenido de su intervención y debate se centraba en Iberoamérica y las relaciones comerciales, las elecciones presidenciales —¿acaso podía ser de otra forma?— también fueron objeto de análisis. Afirmaba Jason Marczak, el investigador de referencia, que la carrera va a estar tan reñida que en su organización están trabajando con panoramas alternativos según gane uno u otro de los contendientes. Daba por supuesto que volveremos a encontrarnos ante una situación idéntica a la de hace cuatro años con Biden y Trump, Trump y Biden, como contendientes.
Efectivamente, todo parece indicar que Donald Trump será finalmente el candidato republicano. Tal valoración incluso puede ser una realidad en el momento de leer estas líneas si se sustancian los pronósticos para Carolina del Sur —en los que Trump domina a su única contrincante Nikki Haley por dos a uno: 63,5/33,5—. En tal caso, bien pudiera su antigua embajadora ante la ONU retirarse de la carrera sin esperar siquiera al supermartes del próximo 5 de marzo —en juego 874 de los 2.429 delegados—, por más que pregone a los cuatro vientos su determinación a seguir adelante.
En las líneas demócratas todo apunta que también será Biden el candidato. En el camino han quedado el verso libre de la familia Kennedy, Robert F. Jr., retirado el 9 de octubre asegurando que se postularía como independiente, y la excesivamente radical para los estándares norteamericanos Marianne Williamson, con un escueto 3% en los primeros comicios. Continúa en la pugna el congresista por Minnesota, Dean Phillips, implorando conseguir su primer representante, lo que no representa un futuro prometedor.
En cualquier caso, todavía queda margen para la sorpresa, cierto que estrecho —infinitamente estrecho— pero, con el tipo de actores que tenemos en liza, ni su presencia en el “ticket” final puede darse por seguro al 100%. Asumamos que no se producirán más sobresaltos en las candidaturas y todo discurrirá según lo previsto. Los motivos por los que nos veremos en este singular día de la marmota con 4 años de intervalo tienen que ver con las motivaciones de cada uno de los partidos para designar a su candidato.
La influencia de Trump en el republicanismo resulta tan turbadora como inaudita. Ni la pérdida de la Presidencia; ni el lamentable espectáculo de sus seguidores asaltando el Congreso; ni los escándalos financieros, sexuales o políticos; ni el desastre de las elecciones de mitad de mandato en el que a duras penas consiguió controlar la Cámara de Representantes perdiendo el Senado; ni sus comparecencias y condenas judiciales desaniman a sus incondicionales seguidores. Utilizo el adjetivo ‘incondicional’ en su sentido literal, pues según una encuesta el 78% de estos incondicionales tienen más fe en sus afirmaciones que en las de su pastor o familiar allegado. En el otro platillo de la balanza se colocan el 35% de republicanos que no le apoyarán con sus votos, o la insatisfacción que ha creado dentro del partido con enfrentamientos como el que recientemente finiquitó la presidencia de Kevin McCarthy al frente de Cámara de Representantes en beneficio de su correligionario trumpista Mike Johnson. No resultan alocadas las afirmaciones de Haley cuando afirma que ella es la única republicana capaz de vencer al actual presidente.
Precisamente eso mismo debieron considerar los demócratas asumiendo que Donald Trump sería el candidato republicano. Si su candidato Biden había logrado vencerle ocupando el republicano la Presidencia, ¿qué le impediría revalidar una nueva victoria con el historial de despropósitos en estos últimos cuatro años? El razonamiento, no puede negarse, tiene su lógica si exceptuamos que el deterioro del presidente entre el 2020 y el 2024 es más que notable. Su aspecto de autómata y continuos deslices —seamos políticamente correctos— hacen dudar de su capacidad física y mental para desarrollar tan delicado trabajo. Así se traslucía en el caramelo envenenado de la sentencia absolutoria por apropiarse de documentos clasificados durante su vicepresidencia.
En cualquier otra elección estos considerandos bien pudieran resultar determinantes. Nada hace sospechar que lo sean en estas singularmente atípicas. Lo que sí pudiera resultar determinante son las consecuencias derivadas del conflicto judío-palestino en Gaza. Me explico.
La batalla final y determinante se luchará en los denominados swing states —aquellos que bien pueden caer del bando demócrata o republicano— como Ohio, Pennsylvania, Georgia, Michigan, o Wisconsin, por citar los más importantes. Con un sistema electoral en el que el ganador suma todos los votos electorales, una pequeña diferencia de tan solo unos miles de papeletas, como ocurrió en Georgia, puede hacer que un estado se tiña del azul demócrata o el rojo republicano. Los partidos políticos estudian concienzudamente los distintos segmentos de población. Así, por ejemplo, se sabe que los votos católicos y judíos tienen más que ver con edades, estados y género, que los evangelistas escogen mayoritariamente candidatos republicanos y de forma especial a Trump, y que los musulmanes, no muy numerosos porcentualmente, votan demócrata.
Aquí surge la cuestión. ¿Qué votarán los musulmanes de los referidos swing states? Las manifestaciones de Biden censurando al estado de Israel tienen más de retórica para contentar a su ala más radical que de efectivas. Desde luego que Estados Unidos no emprenderá acción alguna efectiva contra su gran aliado en oriente y, aunque sea a regañadientes, continuará defendiendo a Israel y obstaculizando cualquier acción que se emprenda desde la ONU. Dudo que los votantes musulmanes cambien el sentido de su voto, pero bien pudieran decidir quedarse en casa el próximo 5 de noviembre, privando a los demócratas de un puñado de votos que resultarán definitivos. Tiempo falta hasta el otoño, pero nada puede descartarse. Lo mismo no son los deslices memorísticos ni un estado físico más apropiado para caldos calientes junto al brasero, sino una guerra de final previsto que se lucha a miles de kilómetros, donde se forje la victoria al candidato Donald Trump.
————
José Antonio Gurpegui es Director del Instituto Franklin-UAH y catedrático de Estudios Norteamericanos en el departamento de Filología Moderna de la Universidad de Alcalá.
Este artículo se publicó originalmente en The Diplomat in Spain, con cuya autorización reproducimos aquí.