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VEINTIDÓS AÑOS DESPUÉS DE CAMILO JOSÉ CELA​

ALBERTO BARCIELA

VEINTIDÓS AÑOS DESPUÉS DE CAMILO JOSÉ CELA

Hoy, en que escribo, 17 de enero, hace 22 años que ha muerto Camilo José Cela. La palabra y la prosa quedaron aquel día algo más huérfanas. Los panteones  ensanchan el orgullo de su conquista, inevitable. Mas los hombres ganamos la memoria de otro grande y desmesurado, a veces. Quizás su lápida (de piedra), horadada de olivo, acabe siendo mármol metafórico de tertulias, que ya serán más pobres sin la miel del saber expresar un bagaje de hombría que se sabía sabia y se regustaba en la expresión… Miles de personajes se quedaron ausentes de su paridor sin cesárea. Cela no dio a luz, se desbarató sin descanso, a mano y con dolor, de sus embarazos de palabras.

Con él falleció, un poco, lo español que fue gallego, o lo gallego que amó a España. Se fue el cuerpo que encarnaba el Marqués Cela, el hombre, pues el escritor resucita en cada párrafo. Le tañeron las campanas de Iria Flavia, para las que no dio el duro que no tenía. Ahora las paga con el vínculo a un impagable legado de un Nobel, que fue noble y gallego

Cela permanece, como digo, quizás en el anaquel distante, en la memoria rebosada de inmundicias o redoblando bacinillas con la Santa Compaña en la Pascua, allá por las corredoiras próximas a Iria.

Camilo se explayó en emociones, en siestas de bragueta bien abierta, pero nunca en llantos. Como ballena enamorada varó en Marina, fue la travesía definitiva por los placeres acompañados de la siesta. Todo sin más explicación que una personalidad abrumadora, hoy incomprensible en sus censurables -él sabía mucho de esto- exabruptos, machistas quizás,  y un talento prodigioso que le permitió sobrevivir en su prestigio, sobrenadando.

A Cela y a Francisco Umbral (del que ahora escribe el gran José María Besteiro, como antes de Cunqueiro) hay que imaginárselos juntos, en un taxi madrileño, entreverando el mundo de palabras con seso y con sexo. Acudiendo cual fantasmas al entierro de cualquier académico, que no podría ser cualquiera por definición de clase, de rango y hasta de esquela.

A Camilo José le conocí en alguna tarde de tertulia con Emma Caneiro y Casilda, en la sede de la Fundación, tras abrirse una media puerta preventiva, después de preguntar por la señora y advertírsenos que allí no había ninguna señora, en tanto Marina, siempre atenta, oteaba ya detrás del criado. Entonces me percaté que ya nos habíamos encontrado sentados sobre banquetas bajas de madera de boj, en Raxoi, en San Marcos, en el Hostal, con Fraga, Casares, Ónega y Beotas, charlando sin censuras de la vida, de Duartes y colmenas, ahora velutinas, quizás celebrando el millón de pesetas de los Gallegos del Año que le otorgó el genial y generoso y amigo Feliciano Barrera y que él no quería cobrar. Lo resolvió la dama.

He llegado a pensar que Cela es un exabrupto versal, un algo de café con achicoria, pero sin Valle, un poeta reconvertido en novelista, periodista, ensayista, editor de revistas literarias, conferencista, coleccionista… Un Nobel de gas, esfumado parentesco que le une a lo etéreo de todos los académicos reconocidos por otros académicos, Príncipe de Asturias y rey atávico de Flavia, Marqués con Pedrón sobre pimientos en el escudo, y aguante. Un viaje en la Sarita con retorno al mérito

Él, el escritor, tenía razón, “la muerte es una amarga pirueta de la que no guardan recuerdo los muertos, sino los vivos”. Hay que honrar su memoria herida evocando su mundo real, pues en esta faceta humana, accesible, comprensible, se mezclan el hombre y el literato, este inalcanzable, para cumplir juntos veintidós años de un viaje que no fue a la Alcarria.

“El que resiste gana”, era su lema. Él permanece en su obra.

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Alberto Barciela, periodista español, vicepresidente de EditoRed.

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